monchis solis :
Tenía solo seis años. En una reunión familiar, alguien me lanzó esa pregunta que parece inofensiva pero carga dinamita emocional: “¿A quién quieres más, a tu mamá o a tu papá?” Y sin pensarlo, respondí: “a mi mamá.” Todos se rieron, menos él. Mi papá se quedó en silencio. No me regañó, no dijo nada. Pero su mirada… su mirada se me quedó clavada para siempre. Fue como si por dentro dijera: “Trabajo diez horas diarias, todos los días, para que a este niño no le falte nada… ¿y ni siquiera me quiere?”
Pero cómo iba yo, con seis años encima y un mundo de emociones aún por descifrar, a entender que el amor de un padre muchas veces no se ve, no se escucha, solo se asume. Yo amaba a mi papá, claro que sí. Pero no estaba conectado con él. Lo veía tal vez tres horas por la tarde, justo antes de ir a dormir. ¿Cómo iba a tener la misma conexión que con mi mamá, que estaba todo el día a mi lado?
Hoy entiendo algo que de niño no podía: que ser proveedor, ese rol que tanto se glorifica en los hombres, a veces te convierte en un fantasma dentro de tu propia casa. Mi papá creyó que darlo todo económicamente era suficiente, pero en ese proceso, se fue perdiendo momentos que no regresan: abrazos espontáneos, juegos sin sentido, conversaciones tontas que para un niño son oro puro. Él no falló por falta de amor, falló por el sistema que le enseñó que ser hombre era solo traer pan a la mesa.
Y yo, sin querer, confirmé esa mentira. No por maldad, sino porque no sabía que el precio de ser “el proveedor” es altísimo: a veces pagas con tu ausencia, y ni cuenta te das.
Hoy no cargo culpa, pero sí le guardo un respeto inmenso. Me enseñó lo que nadie me dijo: que si algún día soy padre, quiero estar. No solo pagar cuentas. Quiero ser presencia, no solo sustento. Porque el amor no se mide en horas de trabajo ni en lo que puedes comprar, sino en lo que estás dispuesto a perder de tu tiempo para quedarte en el alma de tus hijos.
2025-06-28 03:26:24