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“El último minuto” Había una vez un hombre que tenía todo el tiempo del mundo. No envejecía, no enfermaba, no moría. El universo, por algún motivo caprichoso, le regaló lo que todos anhelamos y lo que nadie sabe usar: tiempo infinito. Al principio, fue glorioso. Aprendió a hablar todos los idiomas, a tocar todos los instrumentos, a amar a miles de personas, a caminar por cada rincón del planeta. Vio caer imperios, surgir civilizaciones, cambiar las estaciones miles de veces. Comía despacio, dormía cuando quería, y en cada amanecer pensaba: “Mañana empiezo eso que quiero hacer”. Pero los “mañanas” se convirtieron en siglos. Y fue entonces, en el milenio más silencioso de su existencia, cuando se dio cuenta de lo más triste: A pesar de tener todo el tiempo del mundo… había desperdiciado el único momento que valía realmente la pena: el ahora. No había dicho “te quiero” cuando alguien aún esperaba oírlo. No abrazó cuando el cuerpo del otro aún temblaba de ganas de sentir ese calor. No escribió el libro cuando la historia le quemaba en el pecho. No fue al hospital cuando su madre le pidió, “ven, solo un rato”. No jugó con su hijo pequeño porque “estaba cansado”. No lloró cuando necesitaba, por vergüenza o por prisa. No bailó bajo la lluvia porque “no era el momento”. Lo dejó todo… para después. Y el después se volvió un desierto. Porque el tiempo, aunque lo tengas infinito, no vuelve a traerte a quienes sí son finitos. Un día, en medio del silencio eterno de su vida, caminó hasta una plaza donde jugaban unos niños. Uno de ellos tropezó y empezó a llorar. Su madre corrió, lo alzó y le dijo al oído: —Tranquilo, mi amor. Todo pasa, pero ahora estoy contigo. Y entonces el hombre eterno lloró como nunca. Porque comprendió que no era el tiempo el tesoro. Era lo que uno hacía con el poco que le daban. Era el latido breve del momento que nunca vuelve. Era la palabra que se dice antes del adiós. Era la canción que se canta cuando el alma lo necesita. Era la caricia dada cuando aún hay piel que sentir. Era el valor de dejarlo todo por estar donde realmente hay vida. Y se dio cuenta, también, de lo peor: Que incluso teniendo todo el tiempo del mundo, nunca podría volver atrás. ----- Así que ahora, tú que lees esto, te lo ruego: No digas mañana. No pongas excusas. No esperes a que llegue el momento perfecto, porque ese momento ya es este. Llama a quien amas. Haz eso que siempre sueñas. Deja de correr por nada y empieza a vivir por todo. Llora si lo necesitas. Ríe hasta que duela. Abraza fuerte. Perdona. Mira el cielo. Deja el móvil. Anda descalzo. Respira. Ama. Ama mucho. Porque el tiempo… no vuelve. Y cuando llegue el final, que nadie diga de ti:
“El último minuto” Había una vez un hombre que tenía todo el tiempo del mundo. No envejecía, no enfermaba, no moría. El universo, por algún motivo caprichoso, le regaló lo que todos anhelamos y lo que nadie sabe usar: tiempo infinito. Al principio, fue glorioso. Aprendió a hablar todos los idiomas, a tocar todos los instrumentos, a amar a miles de personas, a caminar por cada rincón del planeta. Vio caer imperios, surgir civilizaciones, cambiar las estaciones miles de veces. Comía despacio, dormía cuando quería, y en cada amanecer pensaba: “Mañana empiezo eso que quiero hacer”. Pero los “mañanas” se convirtieron en siglos. Y fue entonces, en el milenio más silencioso de su existencia, cuando se dio cuenta de lo más triste: A pesar de tener todo el tiempo del mundo… había desperdiciado el único momento que valía realmente la pena: el ahora. No había dicho “te quiero” cuando alguien aún esperaba oírlo. No abrazó cuando el cuerpo del otro aún temblaba de ganas de sentir ese calor. No escribió el libro cuando la historia le quemaba en el pecho. No fue al hospital cuando su madre le pidió, “ven, solo un rato”. No jugó con su hijo pequeño porque “estaba cansado”. No lloró cuando necesitaba, por vergüenza o por prisa. No bailó bajo la lluvia porque “no era el momento”. Lo dejó todo… para después. Y el después se volvió un desierto. Porque el tiempo, aunque lo tengas infinito, no vuelve a traerte a quienes sí son finitos. Un día, en medio del silencio eterno de su vida, caminó hasta una plaza donde jugaban unos niños. Uno de ellos tropezó y empezó a llorar. Su madre corrió, lo alzó y le dijo al oído: —Tranquilo, mi amor. Todo pasa, pero ahora estoy contigo. Y entonces el hombre eterno lloró como nunca. Porque comprendió que no era el tiempo el tesoro. Era lo que uno hacía con el poco que le daban. Era el latido breve del momento que nunca vuelve. Era la palabra que se dice antes del adiós. Era la canción que se canta cuando el alma lo necesita. Era la caricia dada cuando aún hay piel que sentir. Era el valor de dejarlo todo por estar donde realmente hay vida. Y se dio cuenta, también, de lo peor: Que incluso teniendo todo el tiempo del mundo, nunca podría volver atrás. ----- Así que ahora, tú que lees esto, te lo ruego: No digas mañana. No pongas excusas. No esperes a que llegue el momento perfecto, porque ese momento ya es este. Llama a quien amas. Haz eso que siempre sueñas. Deja de correr por nada y empieza a vivir por todo. Llora si lo necesitas. Ríe hasta que duela. Abraza fuerte. Perdona. Mira el cielo. Deja el móvil. Anda descalzo. Respira. Ama. Ama mucho. Porque el tiempo… no vuelve. Y cuando llegue el final, que nadie diga de ti: "Tenía tantas cosas que quería hacer..." Que digan: "Vivió de verdad. Y no perdió su único y precioso tiempo." relato y dibujo creado por Gustavo Casimiro Ramos. seudónimo; pintor de letras.

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